Hecho por alumnos del Instituto del Bicentenario

domingo, 10 de septiembre de 2017

Historia de un héroe. Por Juan Matías Oliver (Agosto 27, 2013)


¿Como se empieza una historia que no se sabe cómo termina? Bueno, tal vez se sabe. Lo que se sabe con seguridad es que toda historia deja lecciones o mensajes, solo que algunas son más fáciles de contar que otras. Pueden que sean demasiadas complejas, imprecisas. Esta historia es de estas, de esas que debe contener todo o conducirá a un callejón sin salida.
Podría empezar como empiezan la mayoría de las historias, con una imagen. Esta imagen podría estar cargada de sentidos. Esa imagen es la de un anciano, un anciano sentado en una silla de ruedas, con mantas sobre sus piernas y el bastón al lado, siempre. Tal vez esto así no explique nada, para algunos no puede tener sentido porque no explica la relación entre el anciano y la historia o quienes es el hombre sentado o porque está sentado. Otros se preguntaran porque la cuento desde mi punto de vista. Será porque el anciano ese siempre me ha asombrado, puede ser una opción. La otra es que ya a su edad no pueda pensar lo que dice, no sabe que pasa a su alrededor. En algún momento nos pasará a nosotros, pero ya habrá tiempo para esa historia.
Les puedo anticipar que ese viejo está tranquilo, esperando la visita de su hija y sus nietos o de su hija sola. El anciano sabe que alguien va a ir a verlo, se lo aseguraron en el asilo. –No sea ansioso, van a venir a verlo Don. El hombre sonríe, siempre sonríe. Se nota que intenta pensar que esa sonrisa le va a dar la confianza y le asegura que alguien lo va a visitar. Muy pocos sonreirían en su lugar, porque ese hombre de mucha edad ha sufrido demasiado en su larga vida. A veces puede parecer egoísta, pero supongo que me resulta inútilmente tranquilizador pensar que todos los hombres sufren, qué el dolor es equitativo para todo el mundo, algunos antes otros después. Pero que todos reciben la misma dosis de angustia o sufrimiento...este pensamiento levanta el alma y el espíritu, porque si pensamos lo contrario...que puede tocarnos la peor parte en una distribución azarosa o desigual de tragedias no es tranquilizador. Pero en el caso de este hombre no es así, como anticipé ha sufrido demasiado. Porque a veces la naturaleza y la vida son injustas, no siguen el camino recto que tendrían que seguir. Lo natural es y será que un hijo entierre a un padre, que sufra el hijo al ver a su padre sumándose a sus protectores, duele pero es así. Este anciano tuvo la desgracia de que no le suceda esto, tuvo esa dura y penosa angustia de ver morir a su hijo. No solo perdió a su hijo, sino también a su esposa. Tal vez yo no lo entienda todavía, pero pienso que esa persona que está a tu lado, con la que juraste que ibas a vivir para siempre, vale aclarar que no siempre se cumple, pero que cuando todos se van esa persona sigue ahí, a veces hasta a una edad milagrosa donde no todos llegan. Por eso pensé que no todos sonreirían en su lugar, ojo, que yo opine eso no signifique que la mayoría de las personas vean esto y se sientan identificadas.
Alguien toca la puerta, el anciano levanta la mirada porque sabe que algo pasa, sabe que lo visitan a él, sabe que esa persona que se acerca lentamente hablando con la señora que lo cuida va a sentarse en la silla que siempre está al lado de él. Lo saludan. Levanta la vista y sonríe respondiendo el saludo. –Te traje mate-dice un chico- ¿querés? El anciano asiente, siempre le ha gustado tomar mate, si es con algo rico para comer mejor, como las tortas fritas que hacía su esposa. -¿Cómo andas abuelo?- vuelve a consultarle el chico. El hombre agarre el mate, toma un poco, lo mira y le dice que bien, que mejor ahora que está él.
El chico recibe el mate del anciano, lo mira y ve que esta con la mirada perdida, hacia un punto fijo. Le pregunta que sucede porque es raro en el hombre que le pase eso. El anciano vuelve a mirarlo, responde que nada, que recuerda lindos momentos. El joven sonríe porque sabe en lo que piensa y recuerda el hombre. A veces en los laberintos indefinidos de la memoria recordamos únicamente lo bueno que hicimos, lo que nos complace contar, lo que nos enorgullece. Por eso el chico sonríe, sabe lo que pasa por la mente del anciano.- Me acuerdo de la central hidroeléctrica- empieza el anciano, recibiendo de nuevo el mate- yo ayude bastante, hice la mayoría de los trabajos- devuelve el mate. El chico escucha atentamente, de vez en cuando le da un mate y un pedazo de factura. Esa historia la ha escuchado demasiadas veces, pero no interrumpe, solo escucha. Sabe que a veces solo con escuchar en silencio puede ayudar mucho a alguien que necesita solamente eso, alguien con quien hablar. El chico se pierde viendo un cuadro de un auto antiguo, dibujado a lápiz muy prolijo. Un recuerdo viene a su memoria. Ha visto un cuadro muy parecido que pertenecía a su tío. Vuelve en sí. Escucha algo del presidente Perón y se ríe, sabe que después de ese comentario viene un insulto. Recibe otra vez el mate.
El hombre termina su historia y el chico tarda en contestar, se da cuenta después de un rato que ha terminado. Se acomoda y mira a su abuelo, que le devuelve la mirada, a lo mejor esperando que diga algo. No sabe qué hacer y sonríe otra vez, esperando que baste con eso. Ceba otro mate y se lo da. El hombre lo recibe y pregunta que como anda el estudio, siempre esa pregunta, siempre la misma. El chico responde que bien, no tan bien como quiere pero que avanza. La sonrisa del anciano se hace más grande, le dice que no deje de estudiar, que solo así será alguien, que solo así llegará lejos. El chico lo sabe, también se acuerda que no es la primera vez que se lo dice, pero siente que el abuelo se lo dice con tanta emoción y entusiasmo que no dice nada, de nuevo.
Le dan ganas de ir al baño, se levanta y le pregunta a una señora de ahí donde queda. El chico va donde la señora indica. Volviendo del baño se pone a observar a los otros ancianos, unos más viejos otros menos, sentados, parados, dormidos, despiertos. Simplemente los observa. Vuelve al lado del hombre, de su abuelo. Lo mira y piensa como habrá echo para llegar a esa edad, a pesar de los momentos duros, que según lo que le han contado y lo que el mismo experimento, fueron muchos, ese hombre siempre se mantuvo de pie, ayudado o no se sobrepuso a esas experiencias. Puede ser que haya sido Dios quien quiso eso, pero pienso que uno se mantiene de pie porque quiere, porque mantiene sus sueños siempre vivos, por más pequeños que sean. Bah, no hay sueños pequeños si quieres cumplirlos con todo el anhelo de tu alma. Eso mismo hizo aquel hombre, que se ve tan débil, tan decaído, en fin, tan viejo. Lo está, pero eso no significa que no sirva o que hay que abandonarlo como si no fuera como uno mismo. Se pone a pensar porque el anciano se pone tan feliz al verlo, se sentirá solo, a lo mejor. Pero el joven se da cuenta que no, que disfruta de cada momento, por más corto que sea. Y ahí se da cuenta, llego a los 96 años porque disfruto de cada minuto, hora, día y semana. Sea con una lectura, como tomando algo con un familiar, siempre disfrutando, sonriendo, hablando. Se iba a dormir pensando que al otro día iba a brillar el sol, más fuerte, más majestuoso. Simplemente eso.
El joven deja escapar una lágrima, por más que parezca que no quiere llorar. Le acaricia la mano a su abuelo, el anciano lo mira y se ríe.
A veces los sueños disfrazan la verdad. A veces es imprescindible que el desamparo se vuelva grito. A veces hay que hacer del dolor una fuerza no destructiva. A veces.
Ese hombre sentado le enseño que la felicidad no es un camino recto. Nunca. Que a ese camino transitorio lo hace uno mismo recto, que a veces hay curvas peligrosas que te desvían, que se llaman equivocaciones, pero que se arregla siguiendo los sueños. Un simple sueño como ver el sol al otro día o tomar mates con la familia y los amigos. Por eso siempre quería acompañar a todos a donde iban, por eso si alguien se iba preguntaba si podía ir. Porque necesitaba hacer eso, necesitaba ese sueño transitorio.

El chico agarra la mochila, ordena sus cosas. Se despide del hombre y el anciano le devuelve el saludo. Se aleja. Adiós le dicen varias personas  y el responde con un movimiento de la cabeza. Mientras abre la puerta de la salida mira hacia atrás, se sonríe como ese día ha hecho muchas veces. Cierra la puerta y mientras cruza la calle se queda con esa imagen. Esa imagen del anciano sentado en la silla de ruedas, con mantas sobre sus piernas y con el bastón al lado, siempre. 





El autor 
Juan Matias Oliver es alumno alumno 
del Instituto del Bicentenario del 
Profesorado de Lengua y Literatura.

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