¿Como se empieza
una historia que no se sabe cómo termina? Bueno, tal vez se sabe. Lo que se
sabe con seguridad es que toda historia deja lecciones o mensajes, solo que
algunas son más fáciles de contar que otras. Pueden que sean demasiadas
complejas, imprecisas. Esta historia es de estas, de esas que debe contener
todo o conducirá a un callejón sin salida.
Podría empezar como
empiezan la mayoría de las historias, con una imagen. Esta imagen podría estar
cargada de sentidos. Esa imagen es la de un anciano, un anciano sentado en una
silla de ruedas, con mantas sobre sus piernas y el bastón al lado, siempre. Tal
vez esto así no explique nada, para algunos no puede tener sentido porque no
explica la relación entre el anciano y la historia o quienes es el hombre
sentado o porque está sentado. Otros se preguntaran porque la cuento desde mi
punto de vista. Será porque el anciano ese siempre me ha asombrado, puede ser
una opción. La otra es que ya a su edad no pueda pensar lo que dice, no sabe
que pasa a su alrededor. En algún momento nos pasará a nosotros, pero ya habrá
tiempo para esa historia.
Les puedo anticipar
que ese viejo está tranquilo, esperando la visita de su hija y sus nietos o de
su hija sola. El anciano sabe que alguien va a ir a verlo, se lo aseguraron en
el asilo. –No sea ansioso, van a venir a verlo Don. El hombre sonríe, siempre
sonríe. Se nota que intenta pensar que esa sonrisa le va a dar la confianza y
le asegura que alguien lo va a visitar. Muy pocos sonreirían en su lugar,
porque ese hombre de mucha edad ha sufrido demasiado en su larga vida. A veces
puede parecer egoísta, pero supongo que me resulta inútilmente tranquilizador
pensar que todos los hombres sufren, qué el dolor es equitativo para todo el
mundo, algunos antes otros después. Pero que todos reciben la misma dosis de
angustia o sufrimiento...este pensamiento levanta el alma y el espíritu, porque
si pensamos lo contrario...que puede tocarnos la peor parte en una distribución
azarosa o desigual de tragedias no es tranquilizador. Pero en el caso de este
hombre no es así, como anticipé
ha sufrido demasiado.
Porque a veces la naturaleza y la vida son injustas, no siguen el camino recto
que tendrían que seguir. Lo natural es y será que un hijo entierre a un padre,
que sufra el hijo al ver a su padre sumándose a sus protectores, duele pero es
así. Este anciano tuvo la desgracia de que no le suceda esto, tuvo esa dura y
penosa angustia de ver morir a su hijo. No solo perdió a su hijo, sino también
a su esposa. Tal vez yo no lo entienda todavía, pero pienso que esa persona que
está a tu lado, con la que juraste que ibas a vivir para siempre, vale aclarar
que no siempre se cumple, pero que cuando todos se van esa persona sigue ahí, a
veces hasta a una edad milagrosa donde no todos llegan. Por eso pensé que no
todos sonreirían en su lugar, ojo, que yo opine eso no signifique que la
mayoría de las personas vean esto y se sientan identificadas.
Alguien toca la
puerta, el anciano levanta la mirada porque sabe que algo pasa, sabe que lo
visitan a él, sabe que esa persona que se acerca lentamente hablando con la
señora que lo cuida va a sentarse en la silla que siempre está al lado de él.
Lo saludan. Levanta la vista y sonríe respondiendo el saludo. –Te traje
mate-dice un chico- ¿querés? El anciano asiente, siempre le ha gustado tomar
mate, si es con algo rico para comer mejor, como las tortas fritas que hacía su
esposa. -¿Cómo andas abuelo?- vuelve a consultarle el chico. El hombre agarre
el mate, toma un poco, lo mira y le dice que bien, que mejor ahora que está él.
El chico recibe el
mate del anciano, lo mira y ve que esta con la mirada perdida, hacia un punto
fijo. Le pregunta que sucede porque es raro en el hombre que le pase eso. El
anciano vuelve a mirarlo, responde que nada, que recuerda lindos momentos. El
joven sonríe porque sabe en lo que piensa y recuerda el hombre. A veces en los
laberintos indefinidos de la memoria recordamos únicamente lo bueno que
hicimos, lo que nos complace contar, lo que nos enorgullece. Por eso el chico
sonríe, sabe lo que pasa por la mente del anciano.- Me acuerdo de la central
hidroeléctrica- empieza el anciano, recibiendo de nuevo el mate- yo ayude
bastante, hice la mayoría de los trabajos- devuelve el mate. El chico escucha
atentamente, de vez en cuando le da un mate y un pedazo de factura. Esa
historia la ha escuchado demasiadas veces, pero no interrumpe, solo escucha. Sabe
que a veces solo con escuchar en silencio puede ayudar mucho a alguien que
necesita solamente eso, alguien con quien hablar. El chico se pierde viendo un
cuadro de un auto antiguo, dibujado a lápiz muy prolijo. Un recuerdo viene a su
memoria. Ha visto un cuadro muy parecido que pertenecía a su tío. Vuelve en sí.
Escucha algo del presidente Perón y se ríe, sabe que después de ese comentario
viene un insulto. Recibe otra vez el mate.
El hombre termina
su historia y el chico tarda en contestar, se da cuenta después de un rato que
ha terminado. Se acomoda y mira a su abuelo, que le devuelve la mirada, a lo
mejor esperando que diga algo. No sabe qué hacer y sonríe otra vez, esperando
que baste con eso. Ceba otro mate y se lo da. El hombre lo recibe y pregunta
que como anda el estudio, siempre esa pregunta, siempre la misma. El chico
responde que bien, no tan bien como quiere pero que avanza. La sonrisa del
anciano se hace más grande, le dice que no deje de estudiar, que solo así será
alguien, que solo así llegará lejos. El chico lo sabe, también se acuerda que
no es la primera vez que se lo dice, pero siente que el abuelo se lo dice con
tanta emoción y entusiasmo que no dice nada, de nuevo.
Le dan ganas de ir
al baño, se levanta y le pregunta a una señora de ahí donde queda. El chico va
donde la señora indica. Volviendo del baño se pone a observar a los otros
ancianos, unos más viejos otros menos, sentados, parados, dormidos, despiertos.
Simplemente los observa. Vuelve al lado del hombre, de su abuelo. Lo mira y
piensa como habrá echo para llegar a esa edad, a pesar de los momentos duros,
que según lo que le han contado y lo que el mismo experimento, fueron muchos,
ese hombre siempre se mantuvo de pie, ayudado o no se sobrepuso a esas
experiencias. Puede ser que haya sido Dios quien quiso eso, pero pienso que uno
se mantiene de pie porque quiere, porque mantiene sus sueños siempre vivos, por
más pequeños que sean. Bah, no hay sueños pequeños si quieres cumplirlos con
todo el anhelo de tu alma. Eso mismo hizo aquel hombre, que se ve tan débil,
tan decaído, en fin, tan viejo. Lo está, pero eso no significa que no sirva o
que hay que abandonarlo como si no fuera como uno mismo. Se pone a pensar
porque el anciano se pone tan feliz al verlo, se sentirá solo, a lo mejor. Pero
el joven se da cuenta que no, que disfruta de cada momento, por más corto que
sea. Y ahí se da cuenta, llego a los 96 años porque disfruto de cada minuto,
hora, día y semana. Sea con una lectura, como tomando algo con un familiar,
siempre disfrutando, sonriendo, hablando. Se iba a dormir pensando que al otro
día iba a brillar el sol, más fuerte, más majestuoso. Simplemente eso.
El joven deja
escapar una lágrima, por más que parezca que no quiere llorar. Le acaricia la
mano a su abuelo, el anciano lo mira y se ríe.
A veces los sueños
disfrazan la verdad. A veces es imprescindible que el desamparo se vuelva
grito. A veces hay que hacer del dolor una fuerza no destructiva. A veces.
Ese hombre sentado
le enseño que la felicidad no es un camino recto. Nunca. Que a ese camino
transitorio lo hace uno mismo recto, que a veces hay curvas peligrosas que te
desvían, que se llaman equivocaciones, pero que se arregla siguiendo los
sueños. Un simple sueño como ver el sol al otro día o tomar mates con la
familia y los amigos. Por eso siempre quería acompañar a todos a donde iban,
por eso si alguien se iba preguntaba si podía ir. Porque necesitaba hacer eso,
necesitaba ese sueño transitorio.
El chico agarra la
mochila, ordena sus cosas. Se despide del hombre y el anciano le devuelve el
saludo. Se aleja. Adiós le dicen varias personas y el responde con un movimiento de la cabeza.
Mientras abre la puerta de la salida mira hacia atrás, se sonríe como ese día
ha hecho muchas veces. Cierra la puerta y mientras cruza la calle se queda con
esa imagen. Esa imagen del anciano sentado en la silla de ruedas, con mantas
sobre sus piernas y con el bastón al lado, siempre.
El autor
Juan Matias Oliver es alumno alumno
del Instituto del Bicentenario del
Profesorado de Lengua y Literatura.